Falleció Miguel Maylanda y sólo cabe un sonido: el silencio

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Por: Lucas Stornini

Era imposible no quererlo y admirarlo. Es que Miguel encajaba perfecto en el prototipo de buena gente. Uno de esos genios que, por estar a la vuelta de la esquina, no alcanza a ser valorado en toda su dimensión. Probablemente, el perfil bajo de este hombre oriundo de Magdalena hacía que muchos no advirtieran su enorme caudal de conocimiento.

Sin embargo, bastaba con unos minutos de charla para comprobar que realmente sabía de lo que hablaba. Escucharlo era apasionante, porque Miguel era un apasionado de la técnica y las comunicaciones.

Me senté a escribir con una mezcla de incredulidad, conmoción y tristeza. Con más confusión que claridad. Así y todo, es la única manera que encontré para intentar digerir una noticia tan amarga. Tal vez voy a abusar de la autorreferencia, pero necesitaba expresar mi gratitud hacia una persona que se la ganó. Por su propia memoria, y para que su familia tenga la absoluta certeza que él no pasó en vano por la vida.

Conocí a Miguel en 2011, cuando cursaba el primer año de locución en el Instituto 167 (adscripto al ISER). Su materia, “Tecnología 1”, comenzó en el segundo cuatrimestre. Y a partir de ese momento, los miércoles se transformaron en días de puro aprendizaje. Sin lugar a dudas, uno de los mejores docentes que tuvo la carrera y creo que me quedo corto.

En realidad, Miguel en el aula era un verdadero lujo. Riguroso y comprometido, tanto con los horarios (siempre puntual) como con los contenidos, y una forma particular de compartirlos que denotaba su sabiduría. Maylanda no te daba ni un solo apunte, tampoco hacía falta. Toda la información estaba almacenada en su propio disco rígido y desde allí viajaba oralmente hacia sus alumnos, sin intermediarios.

Ahora bien, cuando algún integrante de la clase no lograba entender un determinado tema, aparecía su didáctica. Él afirmaba que carecía de esa cualidad, pero era una cuestión de modestia. Los hechos demostraban lo contrario. Con mucha paciencia, apelaba a todo tipo de ejemplos y elementos hasta lograr que el estudiante comprendiera la explicación.

Recto, sensato, con la capacidad de ser serio cuando era necesario pero también divertido y jocoso cuando la ocasión lo ameritaba. No regalaba elogios, pero a través de pequeñas grandes acciones evidenciaba su calidad humana.

En segundo año volvió “Tecnología”, y volvió Maylanda. Esta vez en formato anual, así que el disfrute fue doble. Aquí quiero detenerme especialmente para comentar una vivencia que lo pinta de cuerpo entero.

A la hora de adentrarnos en la edición digital de audio, surgió en mi caso una dificultad. Usábamos Sound Forge, uno de los softwares más utilizados del mercado, pero ni él ni yo sabíamos cómo adaptar esas actividades para una persona ciega. Miguel no se quedó quieto y golpeó todas las puertas. Hasta recurrió a la sede central del ISER en Buenos Aires, buscando asesoramiento sobre cómo afrontar el desafío. La realidad es que no obtuvo demasiadas respuestas, pero el interés y la preocupación merecen ser destacados.

Con el tiempo y gracias a tutoriales virtuales encontré la manera de hacerlo por mis propios medios y, cada vez que terminaba una edición, pensaba en Miguel y en todo el esfuerzo que hizo para no dejarme afuera. También se animó a impartirnos algunos conceptos básicos para la planificación y realización de productos radiales. Aquí aparece una de las frases que más recuerdo. Cuando nos hablaba de la estructura de un programa, siempre pensaba en grande y ejemplificaba con equipos numerosos. Por supuesto, no desconocía las realidades de los medios locales, pero remataba diciendo: “para achicarse, hay tiempo!”.

En el mismo sentido, solía sugerirnos que, si podíamos, armáramos la valija y probáramos suerte en otro lado. Ese espíritu ambicioso, alimentaba también la curiosidad del alumnado. Más de una vez nos excedíamos del horario establecido porque Miguel se quedaba respondiendo inquietudes, que generalmente eran mías. Cuando nos encontrábamos en estos últimos años, ambos recordábamos esos interrogatorios con una sonrisa. Pero mi catarata de preguntas nunca lo intimidaban. Tenía respuesta para casi todo. Y si no lo sabía, investigaba y resolvía la duda al comienzo de la clase siguiente. En 2015, ya recibido, inicié mi experiencia laboral en la radio y volvimos a cruzarnos.

Onda Uno ostenta un slogan, que sus integrantes remarcamos con orgullo: “la radio que suena mejor”. Miguel Maylanda es uno de los responsables de ese rasgo diferencial.

Conocía los transmisores de memoria y a veces el diagnóstico era precoz, sin si quiera abrir el equipo. Por las tardes, en épocas de “Pura Magia”, solía visitarnos. Las charlas fluían, el placer se renovaba. Inclusive atesoro dos conversaciones al aire. Una telefónica, cuando lo llamamos repentinamente ante una duda que surgió sobre la marcha. Y la segunda en el estudio, cuando llegó acompañado por Daniel Rey para conmemorar el “día del radioaficionado argentino” (una tarea que también desempeñó con eficiencia).

Otra de sus facetas era la reparación de todo tipo de artefactos electrónicos. Justamente, nuestro último encuentro tuvo que ver con esa cuestión. Los cabezales de mi viejo Sanyo doble cassettera no funcionaban correctamente. Y ahí estuvo él, con su maestría, para dejar todo en condiciones. Cuesta entender. Cuesta horrores escribir en pasado. Cuesta pensar que ya no podré llamarlo para pedirle opiniones o aclaraciones técnicas. Aparecen las preguntas que siempre nos hacemos cuando alguien se va tan joven. Pero en este caso, no hay respuestas. Es un golpe durísimo, de los que te dejan en la lona por un buen rato.

Aún shockeado y acusando el impacto, quiero quedarme con la integridad de ese gran tipo que tuve la suerte de tratar. Se fue un pedazo de Onda Uno, y de la radiofonía tresarroyense. Pero la partida es sólo física. Porque cada vez que escuchemos la radio o el retorno en el estudio, sabremos que ese sonido tiene el sello de Miguel Maylanda.

Por: Lucas Stornini

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